Hace unos meses mi amiga Ainhoa dio a luz a su primera hija. Se leía mi blog y muchos otros durante el embarazo. Además, se había leído todas las revistas especializadas.
Había ido al curso de preparación al parto y era una embarazada de libro.
Cumplidora, informada y muy ilusionada con el nacimiento de su bebé.
Le daba mucho miedo el parto y por eso intentó informarse muy bien. De hecho, llegó a la maternidad con las contracciones y un plan de parto de 4 folios.
Su nena, Claudia es preciosa. Una muñequita.
Al segundo día tras dar a luz fui a verle a la maternidad.
Lo que me encontré fue un panorama desolador. Encontré a mi amiga sumida en llanto, su marido intentando consolarla sin entender qué le pasaba y sintiéndose fatal por no saber cómo ayudarle y su nena llorando sin parar.
Ella lloraba porque tenía la idea de tener un parto natural sin epidural y la mala suerte y varios problemas médicos durante el parto hicieron que el parto desembocara en una cesárea de urgencia.
Ainhoa sabía que lo que la sociedad espera de una madre recién parida es que esté feliz mirando a su bebé regordete pero ella no se sentía así. Estaba agotada, dolorida y se sentía muy muy triste.
Y me dio mucha pena.
Había intentado ponerse a la nena al pecho y todo había sido un desastre. La nena no se enganchaba y eso hacía que estuviera nerviosa, lo que añadía al estado ya deplorable de la madre más ansiedad y culpabilidad.
Hasta que le dije que casi todas las madres lloramos un poquito cada día en el post parto inmediato y nos sentimos así así tras dar a luz. Estuve un buen rato contándole truquitos, aprendizajes y batallitas que había ido acumulando de mis tres post partos y de tantos relatos leídos y escuchados y tras 2 horas de conversación ella me contestó:
“Esto lo tienes que escribir y todas las madres lo tienen que leer antes de parir.”
Así que, eso he hecho.